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Como si no hubiera un mañana, aunque lo haya

La Feria encadena tres días consecutivos de apoteosis a la espera de poder darse un previsible respiro

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El Real encandenó su tercer festivo de feria este lunes

La moda flamenca, protagonista en el Real

Flamenco en directo en la Peña Buena Gente

Sálvese quien pueda. Sábado, domingo, lunes… Esto apenas acaba de empezar y ya parece que lleváramos media vida en el parque González Hontoria.

El albero, los caballos, los volantes, la gitana del clavel, el patoso, el mimo y el millón y pico de bombillas se han convertido ya en elementos indisolubles de nuestro día a día.

Ir a la Feria es como montar en bicicleta, algo que aparcas en el desván de la memoria pero que nunca olvidas.

Hace algo más de una semana, esos partes meteorológicos que la gente cree a pies juntillas advertían de notable riesgo de precipitaciones coincidiendo con los primeros días de la de Feria del Caballo y ahí está ahí está el albero–viendo pasar el tiempo como la puerta de Alcalá- a la espera de empaparse de algo más que de los restos de un vaso de plástico abandonado.

Tampoco la pertinaz sequía –obsérvese que ambas palabras casan tan bien como meritorio y cuarto puesto- aconseja este año que los camiones de riego den vueltas sin descansar por el Real como si no hubiera un mañana.

Y sí, hay un mañana que ayer se llamaba martes. Un mañana que aconsejaba cierta moderación por mucho que fuera festivo local.

Tampoco caían ya en saco roto los excesos del sábado y el domingo, pero ni por esas, porque créanme si les digo que el lunes fue capaz de aguantar el tirón de los días previos de casetas hasta la bola y de paseos a menudo convertidos en hormigueros humanos poblados de transeúntes que vienen y van sin rumbo definido.

Pues no. No llovió. Este lunes hizo la temperatura necesaria para que quienes no tienen nada de lo que hablar pudieran entablar conversación utilizando al calor como pretexto.

Mas tampoco cabe exagerar porque en parecido escenario esa misma gente se colocará una rebeca en agosto para decir que está refrescando.

El tiempo es una de esas cuestiones de las que todo el mundo habla y casi nadie entiende. Como el fútbol, y de fútbol a veces es mejor callar...

En cuestiones de pelotas -con perdón- estamos ya más perdidos que el barco del arroz y sin plano ni GPS capaz de redirigirnos hacia una ruta cierta.

Ahora se lleva mirar un plano en el móvil para ir de caseta en caseta, como si la Feria fuera Disneyland París o el Parque Warner.

Y pensar que hace años éramos capaces de quedar “a las diez en el paragüas” sin temor alguno al futuro que nos aguardaría más allá de ese cruce de caminos salpicado por bombillas de colores...

El progreso nos ha traído apps y planos repletos de numeritos para llegar al mismo sitio al que antes nos llevaba la mera intuición, pagando eso sí el peaje de las dioptrías perdidas o ganadas, según el caso.

Aquello de que donde comen cuatro comen cinco puede valer en casa si de repartir una olla de potaje se refiere, pero la Feria utiliza otras claves.

Cada vez van quedando menos asuntos en manos de la improvisación y uno de ellos es el de la mesa y el mantel, que no deja de ser mantel aunque sea de usar y tirar.

Semanas atrás, conforme avanzaba el montaje de las estructuras en el Real, las casetas ofrecieron menús generalmente acompañados de un número de teléfono.

Ahí está ahí está -como la puerta de Alcalá-, la reserva, que es uno de los avances -o no- que nos deja de momento un siglo que ya es mayor de edad.

Prueba de que la cosa no debe ir demasiado mal es que en vísperas del encendido del alumbrado muchas casetas colgaban el cartel de completo, no admitiendo ya nuevos compromisos de almuerzos.

Y claro, en ocasiones ocurre que el personal no tiene manos, cabeza ni freidoras para atender a quienes -a lo loco, que es como se ha hecho siempre- cogen hueco en la barra para comer, hasta el punto de que únicamente se les ofrece bebida. No reserva, no comida.

Cuenta la leyenda que antes de las apps y los planos -mucho antes incluso de que nos bastara con juntar dos mesas para que comieran ocho personas- era posible mantener conversaciones medio coherentes en casi cualquier caseta.

Hoy no. Hoy le preguntas a un fulano qué quiere de beber y te responde que le han cobrado cinco euros por aparcar.

Y el personal asiente con la cabeza como si realmente estuviera escuchando lo que ni siquiera adivinó su tímpano.

Los caseteros siguen teniendo más presente la canción de Enrique y Ana -“haz ruido hasta que te estallen los oídos”- que las ordenanzas municipales, mientras en las barras y en las mesas se practica sin saberlo el viejo juego del teléfono.

Menos mal que en la Feria se arregla todo con un abrazo, un beso y un par de enhorabuenas por no se sabe qué.

Y con la cartera. Viviendo como si no hubiera un mañana -que lo hay, y es hoy- no hay nada que perturbe el ánimo.

Sábado, domingo, lunes... En este triduo solemne que parece haberse vivido en el parque González Hontoria quien más y quien menos ha asumido como propio aquello de que a lo loco se vive mejor, lo que no se sabe es por cuánto tiempo se puede vivir repartiendo billetes de diez, veinte, cincuenta... “A lo loco es una frase que está de moda y se escucha en todas partes y a todas horas...”.

En fin, de aquí a que se apague por última vez el alumbrado ya habrá tiempo de hacer cola delante de un puesto de patatas asadas y rellenas de cualquier cosa.

Allí donde el alquitrán nos ofrece la visión de un grupo de personas arrojando monedas sobre una caja, tratando de ganarse una tableta de turrón -pongan aquí los adjetivos que gusten, a los jugadores y a las viandas- empieza la vuelta a casa, porque aunque parezca que no hay un mañana, lo hay.

Por 1,10 euros -si no tiene bonobús- puede subir a una de las más atracciones más populares de la Feria.

Allí puede encontrar a su vecino con un perrito de la Patrulla Canina y a gente que no conoce con rostros más castigados que los que debieron traer de vuelta los que desembarcaron de las carabelas con Colón.

Gente que hoy descubrirá un nuevo mundo: el mañana.   

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