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Desde el campanario

Unas letras al codicioso capitalista

Exclúyanse de esta epístola los empresarios decentes que no contaminan la moralidad del trabajador

Publicado: 24/11/2024 ·
14:13
· Actualizado: 24/11/2024 · 14:13
Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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A usted señor codicioso capitalista que posee y controla los medios para producir riqueza. Burgués industrial opuesto verticalmente a los intereses económicos proletarios. A usted que no entiende de agobios mensuales, de créditos denegados, de empeños ni montepíos. Para usted eso solo son consecuencias de la intransigencia del trabajador que no acepta el lugar de mota de polvo que le ha correspondido en la inmensa cordillera especuladora de sus negocios. Desagradecidos que se sublevan contra el bienestar que usted les proporciona pretendiendo alargar el brazo más allá del límite de sus derechos. Actos al fin de lloricas irresolutos, subordinados a su bizarría y su diligencia.  

Forma usted parte inconexa del mundo que lo acoge, pero se resiste a sucumbir a la evidencia. Respira el mismo aire que un monje tibetano y su corazón late del mismo modo que un indigente arrabalero. Su osamenta cuenta con el mismo número de piezas que el mayordomo que le sirve el caviar y su intestino digiere de igual modo que la criada que le lustra los zapatos. Usted no es diferente a ellos. Bueno si; el trabajador carece de la petulancia que usted atesora.

Empecinado en su disgregación populachera, se crea una burbuja protectora que solo existe en su mente porque cuando sale de ella pisa la misma tierra que hollamos los demás y lo calienta el mismo sol que alumbra a la plebe. Eso lo frustra, lo crispa y lo encabrona. A usted le gustaría gozar de un universo visionario donde el oxígeno oliera a extracto de lavanda y el mar fuera un gran piélago de champán francés. Eso solo puede conseguirlo entre los muros dorados de su mansión futurista, edificada posiblemente en una pequeña isla de propiedad privada a orillas de un lago inaccesible, lejos de la aporofobia que le quema la vista, donde se recluye cada vez que puede para huir de la escoria plebeya que aprovisiona su endiosamiento. Pero la realidad existe y ni siquiera usted puede escapar de ella. Cuando se zambulle en la vorágine de la sociedad ordinaria, se ve obligado a justificarse consigo mismo por no poder eludir la necesidad de compartirla. Entonces es cuando su jactancia y su egolatría escalan al Olimpo de las vanidades para mostrarse ante el mundo entero como mecenas sobresaliente de los bienes comunes que disfrutamos. Inicia una retahíla de argumentos y razonamientos, que cualquiera pensaría tener ante sus ojos al creador de todo lo que vemos y no se corta un pelo al afirmar que la gente debe los adelantos que disfruta a sus contribuciones personales.  

Maldice por la cantidad de impuestos que pagan sus empresas, pero olvida que en menor cuantía cada obrero cotiza los suyos proporcionalmente a los ingresos que percibe. Alardea de la cantidad de horas que ha tenido que pasar fuera de casa alejado de su familia para conseguir el imperio que domina, pero no valora la ausencia domiciliaria del camionero que transporta a países remotos los productos tóxicos o inflamables que sus compañías elaboran, corriendo riesgos que nunca le serán valorados. Trata a toda costa de ser autosuficiente pero cuando su autarquía expira, recurre enfurecido a los estamentos de la administración pública. Entonces su ira irrefrenable calumnia a la sociedad que odia y la culpa de todos sus males. Aún así no duda en beneficiarse de autopistas, universidades, hospitales y cualquier equipamiento público del que pueda valerse porque en el fondo usted es un mezquino contumaz. Es un independentista fracasado que rabia de odio cuando se ve impotente ante la carencia de recursos propios para superar las contrariedades que lo superan.

Acostumbrado a obtenerlo todo con el dinero, no admite que haya cosas imposibles de adquirir sin extorsión, sobornos, chantajes o amenazas. Las cuatro reglas doradas que le guiaron hacia éxito y que en infinidad de ocasiones son inútiles de aplicación porque en la vida hay cosas que no tienen precio.

A pesar de todo, cuando regresa derrotado a su burbuja impenetrable entre esos muros dorados donde se siente deidad, después de haber sucumbido al fervor infranqueable de su petulancia y comprobado lo necesitado que está de la adhesión y la fraternidad entre los individuos, usted no tiene la humildad necesaria para admitir su frustración y abrir el corazón a sus semejantes. Su órgano vital está tallado en granito y esa será la única huella que perdurará en el tiempo de su paso por este mundo, porque todos los frutos de su vileza, serán devorados por los carroñeros legatarios de su exorbitante fortuna.

Tal vez, si existe vida después de esta vida, tenga la oportunidad de lamentarse de aquel céntimo que escatimó a sus empleados para costear el diamante de Mirny que regaló a su esposa por su cumpleaños o el Lamborghini Murciélago que obsequió a su vástago en su licenciatura. En cualquier caso, descubrirá que los obreros pueden prescindir de usted, pero nunca usted de ellos.

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