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Carlos, el del güichi: La pasión por contar La Isla paralela a la Historia

Carlos Rodríguez Fernández se retrata desde que nacio hasta ahora en \'Toda una vida (o casi).

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Hijo del último comandante de la Policía Local de la época predemocrática, José Rodríguez Roldán, a quien pidieron que siguiera en el cargo hasta 1978 a pesar de haberse jubilado unos años antes y de María Fernández de la Corte. El menor de cinco hermanos, todos varones. Criado en la calle Tomás del Valle, cerca de la plaza del Rey, donde trabajaba su padre cuando la Jefatura de la Policía estaba junto a los Juzgados, como se espera que vuelva a estar aunque pasan los años y aquí no pasa nada. Pero esa es otra historia.

Carlos Rodríguez Fernández, sobradamente conocido por su actividad profesional pero sobre todo por esa afición que lo ha llevado a bucear en el pasado de su ciudad, en la historia pequeña de las pequeñas cosas, las que no cuentan los historiadores oficiales ni recoge la historia oficial, le dio vida a El Güichi de Carlos, un local que no se visita si no es por invitación de su propietario porque está en su propia casa y es particular, como el patio de vecinos-familiares en el que vio la luz, pero que todos pueden visitar en su blog y empaparse de Isla por los cuatro costados.

Carlos estudió en La Salle, el colegio que estaba junto a su casa y “y era el que más veces llegaba tarde”; jugó a la pelota en la plazuela de San José donde estaba prohibido jugar a la pelota –todavía lo está-pero donde jugaba porque en algún sitio tenían que jugar los chavales, que terminaron pensando los guardias de la época. Jugaban salvo a mediados de noviembre, porque en la plazuela de San José estaba la cruz de los caídos –no todos, sólo los del bando sublevado-  y cada 20 de noviembre tenía lugar el homenaje a José Antonio Primo de Rivera.


Entonces se colocaban coronas de flores y el balón no rodaba, lo mismo que no lo hacía cuando salían las niñas del colegio y la actividad se paraba momentáneamente.

Se formó en el colegio de La Salle como muchos de los niños de la época aunque nunca dio clases con un hermano. Todos fueron seglares, empezando por don Servando –entonces los maestros llevaban el don por delante, y el respeto- y se ubicaba en la clase contigua a la de don Manuel Alconchel, aquella de la que salían los gritos de los chavales cuando el maestro les atizaba con la regla. Porque entonces los maestros, además de tener mando en plaza, atizaban.

En la mili
Tuvo la suerte de hacer el servicio militar obligatorio, la mili, en el Archivo Militar y allí quedó marcado para siempre en esa afición por saber cosas del pasado. Una buena mili, de dos años firmados y año y medio en efectivo que se hacía en la Marina, en la que tenía el cometido de servir al tribunal de los consejos de guerra y la obligación de que no faltara agua en las jarras de los togados militares. Y con las jarras bien limpias. Tanto que una vez la cal se quedó incrustada en el cristal, era incapaz de quitarla y fue a comprar una nueva para que nadie le llamara la atención.

En la mili se dejó el bigote que desde entonces luce, pero para casarse, su madre le pidió que se lo afeitara “y entonces se hacía caso a las madres”, incluso hasta para afeitarse el bigote. Conoció a la que luego fue su mujer y encontró su primer trabajo, como contable, en la empresa. Pero primero había sido botones en una empresa constructora de Cádiz, y botones de los que había antes, los que iban por todos los recados.

La gustaba la gestión y la contabilidad y “por un golpe de la vida”- bueno, por supuesto- el contable que lo había enseñado discutió con el jefe, se fue y él ocupó su puesto. En los años 80 la empresa presenta un expediente de regulación de empleo y le toca salir, al ser de los más jóvenes, pero su jefe lo recomienda al grupo Molinero en los primeros años del auge de la acuicultura, la transformación de las salinas en una nueva fuente de riqueza.

La que se construyó en la Salina Siglo XIX era la primera piscifactoría frente a la última pista de la playa de Camposoto, se construye el edificio que todavía existe y comienza una aventura que termina en 1986, un año antes de que la piscifactoría comenzara a ir mal. También recomendado por su jefe, obviamente.

El parque acuático y el güichi
Carlos Rodríguez entra entonces a trabajar en el parque acuático Aquasherry, en El Puerto de Santa María, ya padre de familia numerosa, tres hijos y dos hijas, y allí permanece todavía como director desde que asumiera el cargo en 1993.

Hasta ahí el ciudadanos Carlos Rodríguez Fernández, que da paso ahora al hombre público, el que cuenta las cosas de La Isla, abuelo de tres nietos, colaborador desde hace una veintena de años de Upace, y coautor junto a Juan Maruri y Antonio Sanz de cuatro libros, el último de los cuales se presenta este miércoles. Como los tres anteriores, con las ganancias a beneficio de diversas entidades de la ciudad.

En Radio La Isla, en Ondaluz, colaborando con quienes los llaman, los tres amantes de La Isla serán los que el día de mañana, contando la historia no oficial de la ciudad, sirvan como soporte a los historiadores oficiales. Así está llamado a ser.

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