La crisis, que tantas ilusiones y esperanzas se ha llevado por delante, también inoculó su virus sobre el presupuesto anual del Teatro Villamarta hasta reducir la capacidad de músculo que sostenía hitos tan prestigiosos como el de su temporada lírica. Pese a todo, el coliseo jerezano no ha renunciado al género en este tiempo, aunque tal vez sin excesiva posibilidad de alardes. Por eso mismo, la presencia en su programación de uno de los grandes clásicos de Puccini se había convertido en uno de los grandes acontecimientos de la temporada, hasta lograr que el Villamarta haya vuelto a ser el teatro de las grandes ocasiones. En realidad, todas lo son, pero hay una serie de condicionantes, tanto por el género como por el público, que le confieren una distinción especial y convierten la experiencia en un auténtico privilegio. El género, porque hay pocas artes escénicas que aúnen tantos registros creativos sin renunciar a sus orígenes clásicos, y el público porque requiere exigencia, compromiso y ceremoniosidad, y además, en Jerez, cuenta con un amplio grupo de incondicionales y entendidos en la materia.
Este jueves y sábado pasados se dio esa ecuación perfecta –género y público- con motivo de la Tosca dirigida por Giancarlo del Mónaco, y posible gracias a la coproducción de Festiva de Ópera de Tenerife, el Auditorio de Tenerife, el Teatro Calderón de Valladolid, el Auditorio Baluarte de Pamplona, la Ópera de Lausanne y el Teatro Villamarta. En el reparto, la soprano Ángeles Blancas, el tenor Jorge de León y el barítono Alberto Mastromarino, y en la dirección musical Carlos Aragón, al frente de la Orquesta Filarmónica de Málaga, arropada a su vez por el Coro del Teatro Villamarta y la Escolanía Los Trovadores.
Desde joven he sentido cierta predilección por Giacomo Puccini, aunque supongo que no se trata de una cuestión de edad, sino de rendirse a la hermosa evidencia de sus composiciones. La que me descubrió su talento, mucho antes del Nessun dorma de Turandot, fue el O mio babbino caro, interpretado por Kiri Te Kanawa. Sería el paso del tiempo el que me brindara, en el Villamarta –cómo no-, la posibilidad de disfrutar con una de sus grandes obras: La Boheme, interpretada por Ainhoa Arteta. Han pasado algunos años desde entonces, pero ha bastado el recuerdo para entender que hay determinadas ocasiones que son de por sí únicas, y esta Tosca lo era.
La adaptación de Giancarlo del Mónaco me parece tan inteligente como efectiva de cara a subrayar el dramatismo del libreto, en el que dos enamorados terminan vencidos por las circunstancias y su propio apasionamiento. Lo logra al trasladar la historia original, que no el escenario, de comienzos del siglo XIX a principios de los años 40 del siglo XX, y suplantando a la policía italiana por el ejército nazi. Sugería el director de escena antes de la función que el montaje tenía un pretendido sentido cinematográfico, y lo cierto es que lo logra, pero más como artilugio desde el que potenciar el opresivo sometimiento de la pareja protagonista que como referencia por sí misma. La primera aparición de Scarpia en el templo, la poderosa capacidad escénica del segundo acto, desarrollado en el despacho de éste como si asistiésemos a una proyección en blanco y negro, y la rotundidad desgarradora de la escena final, justifican y engrandecen las posibilidades exploradas por el director de escena.
En cuanto al reparto, el público acabó rendido a los pies de Ángeles Blancas, y rindió tributos similares a Jorge de León y Alberto Mastromarino, por este orden, aunque yo me quedo con el tenor protagonista, con su elegante y mejor interpretado, Cavaradossi, posiblemente el personaje más completo de la función y extraordinario en la complicada y exigente interpretación del E lucevan le stelle, la pieza más popular del repertorio de Tosca. Con Blancas y Mastromarino me quedan sensaciones más tibias y contrapuestas. El segundo hace una composición soberbia de su personaje –está colosal, es el dueño de la escena en el acto II-, pero hay momentos de la interpretación vocal en las que la orquesta impone su mando, mientras que la soprano se adueña con su voz del escenario, perfecta, brillante, arrolladora, sublime en el aria Vissi d´arte, pero da la sensación de que el personaje necesita mayor pulido, como queda de manifiesto en la escena del asesinato de Scarpia.
Apreciaciones, en cualquier caso, tan personales como rebatibles, y que, por otro lado, se rinden ante la evidencia de una producción que supo convertir en privilegiados al público y a un teatro que ojalá recupere muy pronto el músculo necesario para reinstaurar las valiosas programaciones líricas de no hace tanto tiempo.