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Antitaurinismo, ser o no ser

Y es que ni los de antes ni los de ahora de dicha tormentosa cruzada, abanderados de esa osadía que otorga la ignorancia, no se percatan de que atacar al toreo es dejar indefenso al toro

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Diría Shakespeare, y no sin razón, que el hombre podría resumirse en un ser o no ser. Y es que la tipología psicológica de aquellos denominados "antitaurinos" no me deja de sorprender, más que nada porque al tiempo de escucharlos y observarlos te quedas perplejo al comprobar su escandaloso desconocimiento de aquello que creen defender a costa de ataques. Digo bien atacar y no defender, pues es la condición sine qua non de todo aquel que por ignorancia critica y vocifera a diestro y siniestro, para sólo así atropellar a la razón de un mundo desconocido. He aquí un distinguido rasgo de aquellos extremistas que no desean ni escuchar explicaciones, es decir, atacar sin piedad aquello que ni entienden ni desean entender.

No es desde luego esto una nueva moda, ni ninguna cruzada original de ciertos grupos televisivos de prensa rosa, pues eso de atacar sin más razón que la sinrazón ya viene de lejos. Baste con recordar a muchos de los intelectuales de aquella Generación del 98 para hallar atisbos y pensamientos muy contradictorios y críticos contra la llamada Fiesta Nacional. Miguel de Unamuno, ya a principios del siglo XX, se posicionó contra el toreo; y con mucho más ahínco el escritor Eugenio Noel, quién dedicó sobrados esfuerzos en lo que era sin duda una cruzada personal, y repudió y satirizó el lenguaje flamenco-español a costa de su enfermizo antitaurinismo. Y era desde luego enfermizo, pues como digo todo aquello que se defiende a costa de ataques atormentados no deja de ser el ánimo perturbador de una moral que no concibe nada que su psicología no llegue a entender.

Y es que ni los de antes ni los de ahora de dicha tormentosa cruzada, abanderados de esa osadía que otorga la ignorancia, no se percatan de que atacar al toreo es dejar indefenso al toro, o lo que es lo mismo, condenar al animal a una casi extinción segura. Pues para nada sirve este bello y valiente animal si no es para ser lidiado y matado en la plaza en esos sus últimos veinte minutos de vida, a los que desde luego precedieron otros cuatro años de reinado plácido y sereno en las cientos de dehesas de nuestra piel de toro con miles de hectáreas dedicadas a él.


Y resulta al menos paradójico pensar que algunos de los más ilustres y universales taurinos no hayan sido obligatoriamente grandísimos aficionados al toreo, sino grandes pensadores que vieron a bien abrir sus mentes para dejar entrar esa pasión por los asideros de su emoción. Goya pintó la muerte de Pepe-Illo en la plaza de Madrid en 1801, quien era su amigo, al igual que pintó muchos aspectos tauro festivos, siempre bañados por la tragedia, por pura dedicación al pueblo y sus costumbres socioculturales. Ernest Hemingway, amigo y seguidor de Antonio Ordóñez (y releyendo sus libros me queda claro), no era un gran entendido. Quedó fascinado no por la pureza del toreo como arte, sino por la pureza desnudísima del único arte que no miente, y donde el hombre se sobrepone al miedo para conseguir la gloria ante el cornúpeta. García Lorca, quién dedicara sus versos más universales al dolor de su amigo Sánchez Mejías, caído en la arena, jamás mostró mayor interés por el toreo salvo la amistad con Ignacio y la belleza del toro.

Pablo Picasso, a quien su padre desde pequeñito llevara a los toros a la Malagueta, tampoco fue un cabal entendido, sino un ser cautivado por la bellísima lucha de la vida ante la muerte y en la cual, desde luego, halló una eternizante inspiración para pintar en sus cuadros ese sinfín de contrastes y luces que la tauromaquia representa. Y nombro sólo a estos ejemplos universales, como artistas y genios que no precisaron pues entender los entresijos del toreo en su más honda expresión, sino como personas que supieron abrir sus mentes a otro mundo para encontrar una belleza y pasión sin igual que a la larga enriquecería sus vidas y obras. Y sería a su vez muy larga la lista de intelectuales que además de interesarse sí que fueron profundísimos conocedores (entre ellos muchos escritores de la generación del 27) como fueron Bergamín, Gerardo Diego, Cossío, Alberti, el escultor Sebastián Miranda y hasta premios Nobel como Camilo José Cela y Vargas Llosa. Y tanto unos como otros, y otros como unos, tuvieron un mismo cauce de asimilación sociocultural, el cual estriba en apasionarse con ella más allá de análisis heterodoxos. Porque el arte es sentimiento en conmoción, y un sentimiento arrebatador y conmovedor que libera y eclipsa a todos esos prejuicios, morales o no,  que uno puede hallar en el camino a veces tétrico, cruel y angosto hacia la verdad. Y es esa verdad hallada, la cual en ocasiones encuentras y otras ella te encuentra a ti, la que tantísimos intelectuales y artistas de toda índole han sentido en sus carnes para hacer del toreo fuente y caudal, que nos dijera otro taurino músico como fue Paco de Lucía. Pues es la tauromaquia fuente de inspiración, donde la danza del hombre ante el poder del toro alcanza el lenguaje primitivo y ancestral del arte por el arte. Y es el torero a buen seguro, el último héroe quijotesco que ha sobrevivido a los tiempos y sus cambios políticos, sociales y culturales, si acaso con ese cierto aurea de locura que todo romántico precisa.

Y aquí no caben razones o sinrazones, pues de todo hallaremos según con los ojos y prismas con que se miren, pero queda siempre, y por encima y por debajo del sueño... el arte y su sentimiento.

¿Precisaban acaso aquellas faenas de Rafael el Gallo y Juan Belmonte o esas más tarde de Curro Romero y Rafael de Paula de un concienzudo análisis? No... desde luego que no. De hecho, quizás sólo algunas divinas manos dotadas por la gracia de la poesía, han logrado adivinar el milagro y desdén que escondían y a veces aparecían tras las telas de esos Gallo y Paula, siendo a su vez la total desesperación de todo crítico que quisiera someterlo al estricto análisis. ¿Acaso precisa de explicación ese sonoro y musical silencio de esa Maestranza ante la expectación de un saber esperar? No... más bien había que contemplarlas bajo el prisma del desvanecimiento de una explicación ante el misterio del eco arrebatador del sentimiento y su catarsis. Si acaso, la primera y última voz que hemos de escuchar... el eco y quejío del misterio que oscila entre el romanticismo del hombre y el toro bravo.

Ojala que algunos entiendan incluso aquello que no necesita ser entendido... sino escuchado.

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