Ha sido la Semana Santa menos floreada de los últimos tiempos. Sobre todo en Sevilla, que ha perdido ese color tan suyo, tan especial, que la convierte cada año por estas fechas en uno de los epicentros del mundo cristiano. El coronavirus ha impedido a los devotos ver de cerca los pasos. Con las imágenes confinadas en sus iglesias y las hermandades en sus casas, las procesiones se han llevado por dentro, porque la fe seguirá moviendo montañas.
Para más inri y como si no tuviéramos bastante, otro jarro de agua fría ha caído sobre nosotros. Se trata de la intención del Ministerio de Transición Ecológica, según ha podido saber Feragua, de retirar de la próxima planificación las obras de regulación -presas y embalses- que estaban aprobadas en el último Plan Hidrológico del Guadalquivir 2015-2021, y que hasta ahora no se han ejecutado.
No sólo es que estemos ante un fraude y una estafa, como aseguran, que afecta a 450.000 hectáreas y a cuatro obras hidráulicas en Jaén, Córdoba, Ciudad Real y Granada, con un volumen de inversión comprometido de 150 millones. No sólo es que hipotéticamente se prioricen la flora y fauna sobre las personas. Es que la paradoja, el sinsentido, el mayúsculo escándalo excede todos los límites imaginables hace tan sólo unos años.
Si las intromisiones legislativas y las presiones políticas desde el Gobierno central son las principales dificultades para llevar adelante el necesario proceso de planificación hidrológica, la pretensión de eliminar estas obras de regulación contempladas y aprobadas en el último Plan Hidrológico del Guadalquivir es, sin lugar a dudas, otra de las consecuencias de la contaminación política del agua.
La prioridad de la política hidrológica debe ser sacar adelante un nuevo Plan Hidrológico Nacional y ejecutar las actuaciones ya contempladas en los diferentes planes de cuenca, donde se incluyen no sólo obras de regulación sino también de modernización y medidas complementarias de gestión de la demanda para optimizar el consumo. Sin embargo, los intereses políticos se anteponen a los generales, al anhelado bien común.
Estas obras de regulación en el Guadalquivir eran necesarias antes. Y son imprescindibles ahora para cubrir las necesidades de riego de los cultivos y garantizar nuestra alimentación. Porque si las condiciones meteorológicas han empeorado como consecuencia del cambio climático, la población ha ido en aumento. Una suma de factores que resta las capacidades de los agricultores y pone en vilo las cadenas de suministro alimentario.
Las obras hidráulicas requieren grandes inversiones que comienzan a ser rentables con el paso de los años. Pero, paradójicamente, las luces cortas con las que circulan ciertos políticos ciegan mucho más que las largas. De seguir así, el siniestro no tardará en producirse. Sin duda, hay que marginar la ideología y tener como verdadero objetivo de la planificación hidrológica la consecución del bien común, que en nuestro caso sería el de todos los españoles.
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