Del “no a la guerra” a lamentar ahora, o incluso condenar, la salida de las tropas internacionales - mayoritariamente norteamericanas - de Afganistán hay sólo un suspiro. De decir a diestro y siniestro que “los menores no acompañados no pueden inundar nuestras calles de Madrid” a oponerse a los retornos de los menores a su país de origen con sus familiares hay sólo una ocurrencia inconsecuente.
El fomento de la protección de los menores y la siempre ansiada paz mundial son valores universales. Los derechos humanos son inherentes al hecho de ser miembro de la humanidad, pero son la infancia y la mujer las que corren especiales peligros, sobre todo en determinadas sociedades que están en la palestra en estos días, llámese Afganistán o Marruecos - aunque afecta por igual a varias decenas de países más-.
El desastre de Afganistán ha conmovido a la opinión pública. De una intervención antiterrorista, tras el ataque a las torres gemelas, se ha pasado a una ocupación militar que ha durado 20 años y que ha concluido con una retirada bochornosa, que pone en tela de juicio toda la operación anterior. Ningún imperio -ni antiguo ni moderno- se impuso al entramado tribal de Afganistán. De los emiratos, sultanatos o kanatos antiguos se ha cambiado a un emirato islámico, anunciado esta semana. La solución no puede ser otra intervención militar, que, además, ningún país está dispuesto a llevar a cabo, tras las nefastas experiencias habidas -y olvidadas- por el imperio americano, como la olvidaron anteriormente el británico y el soviético. Por eso, se entienden los lamentos y la solidaridad con la población afgana, especialmente con loas mujeres y niños, pero el orden mundial actual no permite ya si no aceptar el resultado del desastre. China, Irán, Rusia y Turquía lo hacen casi con alborozo y los países occidentales -los derrotados sin paliativos- se lamentan y esperan atemorizados una avalancha de inmigración afgana huyendo del régimen cruel e islamista radical que les aterroriza. Pagarán las consecuencias los afganos -y sobre todo las afganas- pero esta vez los señores de la guerra y el ejercito de papel del gobierno afgano no hicieron nada por frenar el avance talibán. Encima están pertrechados con el moderno e ingente armamento abandonado en la retirada precipitada de EEUU.
En el otro lado del mundo árabo-musulmán, en Marruecos, tras la “invasión” favorecida por el gobierno marroquí -enfadado por la política española hacia el Polisario y el Sahara Occidental- empieza a llegar la calma y se muestra dispuesto a poner vigor el acuerdo internacional que permite la reintegración familiar de los que anteriormente envió a España, en Ceuta. Nada es fácil. Conciliar ese tratado internacional hispano-marroquí, la ley de Extranjería, las necesidades perentorias de la ciudad autónoma de Ceuta y el bienestar de los menores no es materia sencilla. Los 700 niños de Ceuta significarían en proporción en la Comunidad de Madrid atender a 53.000 menores y en Andalucía significarían casi 70.000 menores no acompañados. Ceuta también necesita solidaridad, no sólo demagogia.