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Desde la Bahía

Y máscara

Veintiún siglos tras la aparición de Cristo en la tierra. Otros tantos previos a su venida. De ellos son los que tenemos historia escrita

Publicado: 02/05/2022 ·
20:46
· Actualizado: 02/05/2022 · 20:46
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Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

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Hace unos 355 millones de años éramos una masa única, un supercontinente conocido con el nombre de Pangea. En su evolución hubo una fragmentación que finalmente dio lugar a los cinco continentes que conocemos. La evolución no se ha parado. Continúa, pero su ritmo es de millones de años, no de milenios, siglos y menos aún de meses o días. Ya estaba allí la vida y muy curiosamente, sin una lógica y razonada  finalidad, aparecieron sobre la superficie de la tierra unos animales de enormes proporciones. A los pequeños actuales les gusta jugar con dinosaurios. Hasta treinta y seis metros y medio de longitud llegaron a tener. Todos sabemos que desaparecieron y que el asteroide es la hipótesis más aceptada, aunque se debate si ya estaban en declive previamente. Pero el citarlos hoy es para recordar que tras su desaparición aparecen los primates. La Luz del saber se empieza a orientar hacia el filamento de la reflexión y la inteligencia que constituirá su tungsteno incandescente.

Era domingo, 24 de noviembre de 1974. Los paleontólogos encuentran un fósil de un homínido, familiar de primates catarrinos, que andaban en posición bípeda, presentaban un cerebro mayor y brazos largos y colgantes. La hembra, de unos veinte años y un metro de estatura, había tenido una muerte traumática al caer, al parecer, de una altura de unos 12 metros. Lucy, nombre que se le dio a este australophitecus era inteligente y con habilidad manual, es el ancestro del homo sapiens y se podría decir que representa el eslabón perdido del árbol genealógico de la evolución del mono al ser humano.  Lucy ya era poesía hace tres millones de años, porque vivía en los árboles, donde encontraba su sustento, fraternizaba con sus flores y el viento le acariciaba al par que realzaba sus encantos. 

Vivimos un tiempo en que las mascotas (que nombre tan absurdo para los animales) han conseguido, sin proponérselo ellas, alcanzar tal empatía en el ser humano, que le empieza a considerar como un miembro más en el hogar familiar. Su respeto alcanza en ocasiones límites incompatibles con la evolución de los seres vivos. Nos lo demuestra el agua, que ocupa las tres cuartas partes de la superficie de la tierra y  los seres vivos existentes en la misma, no puede salir a la superficie terrestre para ser herbívoros, sino que su alimento está en ellos mismos, en el fagocitarse unos a otros si quieren sobrevivir.

Pero sin la presencia de la inteligencia humana, ¿qué seríamos?   ¿Qué sabor tenía la vida antes de su aparición? ¿Para qué servía la enorme masa corporal del dinosaurio? Nada se modificaba. Los días eran iguales, sin esperanzas, ni proposiciones y las noches oscuras y sin sueños. El ser humano lo es todo, aunque precise la colaboración también de todo lo existente. Nadie es culpable, porque además es plural y sublime, que precisemos alimentarnos para mantener la complejidad de tantos tejidos que de forma milagrosa cumplen a diario su objetivo funcional.

Nacer, crecer, reproducirse y morir es propio de todo ser vivo, pero interpolar entre ello amor, arte, ciencia, ternura, conocimiento, reflexión, experiencia y creencia en algo superior a nuestro limitado alcance, es propio del ser humano, cuya evolución a lo largo del tiempo, no podemos concebir como será, como tampoco sabemos si ya hay en el universo alguien que nos sobrepase en este sentido.

Veintiún siglos tras la aparición de Cristo en la tierra. Otros tantos previos a su venida. De ellos son los que tenemos historia escrita. Por ellos sabemos de nuestro comportamiento, de nuestros avances, de nuestros sentimientos. La ciencia corre y la técnica esprinta hacia una meta cuyo camino aún no vislumbra su término. Pero las relaciones humanas solo han encontrado una cañada maldita por donde trashuman la soberbia y el enfrentamiento cruento, que solo conllevan como ahora estamos viviendo a una guerra que no encuentra más causa que el deseo de poder e implantación de regímenes políticos que siempre llevan oculta la tiranía. 

 Y mientras acariciamos y paseamos las mascotas con fervor propio de una religión, nos acostumbramos, sentimos indiferencia, volvemos la espalda o solamente adoptamos posturas para salir como solidarios en las crónicas de la vida política, al ver como la sangre tapiza el suelo ucraniano, mezclada con los escombros de hogares cuyo polvo trae aroma de almas inocentes.

Los animales si pensaran recordarían con el refranero español, que cuando la limosna o dádiva es muy grande hasta el santo desconfía. Lucy horrorizada daría por óptima su caída traumática ante la indignación de esta caída de valores. Y el ser humano por la narcisista senda que se ha marcado y con la alegría de haberse despojado de su “mascarilla de tela”, ahora puede seguir luciendo su “máscara habitual”.            

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