La semana que hoy comienza tiene, su parte azul donde "todos los santos" son recordados y venerados. Su parte gris - el entoldado nuboso que no deja ver el cielo - es color muy apropiado para el deambular de brujas, del príncipe de las tinieblas o de las calabazas que intentan en esta efeméride - halloween - transformarse en máscaras del miedo, que no llegan a asustar, pero que en los pueblos que ahora intentan huir de todo lo relacionado con costumbres religiosas cristianas, produce - aunque en una minoría -más que indiferencia, repudio en las gentes que nunca cambiará la brisa autóctona, por vientos sin aromas tradicionales.
Todo acaba y horas después los sentimientos pasan, como los cangilones de la noria, del vacío pagano, al lleno nostálgico - y a su vez esperanzador - que el recuerdo de las personas ausentes produce.
Es triste y nada agradable tener que recordar el dos de noviembre, que todos seremos difuntos, pero lo que de verdad nos turba es el no llegar a comprender lo que la muerte secretamente nos oculta. La ciencia, que la ha creado el ser humano con la ayuda solamente de su curiosidad, el estudio y la experiencia, se ha enfrentado en un acto de reflexión a su creador, intentando fulminar sus creencias. Mas allá de las combinaciones químicas y las funciones orgánicas, no hay - para ella - ninguna otra forma de relación o comunicación entre las personas y cuando éstas dejan de funcionar porque el motor que las mantiene se para en sístole o diástole, todo ha terminado, por eso nadie ha vivido la regresión.
Al otro lado está el creyente, lúcidamente convencido de que la persona es una dualidad, cuerpo y alma - unidos con una afinidad sublime - que la hace singular, como el oro y el cobre hacen la tumbaga. La finalización física de la vida separa el alma, inmune ante la muerte, de su envoltorio el cuerpo, que ante esta situación ni es vida, ni deseo, ni movimiento, ni amor y solo queda como el hábito que, durante algún tiempo, mayor o menor, utilizó el verdadero ser. Por eso le es posible a sus vísceras, vivir como trasplantadas en otro cuerpo, sin alterar su personalidad. Ser consciente de ello hará más generosa la donación de órganos. Liberada del cuerpo, el alma con su eterna inmortalidad, podemos imaginamos, pero sin ninguna veracidad o certeza, como será su existencia. Una sola seguridad, todo será distinto, porque son ánimas, espíritus, los que ahora tienen que convivir.
Día de difuntos. El camposanto se muestra desbordado por la presencia de personas y flores. Es la masiva visita a los seres queridos. Las flores intentan dar la paz que no pueden alcanzar para ellas mismas, que se verán mustias en horas. Hombres y mujeres de todas las edades, creerán sentir la cercanía de los seres ausentes. No es el momento, pero posteriormente y de forma serena deberíamos pensar en lo que estamos describiendo. Consumimos la vida en adquirir conocimientos, mostrar esfuerzo y responsabilidad, y solucionar problemas que tienen respuestas, es lógico que, a una efeméride como esta del dos de noviembre, se le dedique un momento de reflexión.
En los fríos y húmedos huecos de los muros de los cementerios, no hay ningún ser. Para la ciencia, lo allí contenido es solo la involución de una estructura que al quedar sin movimiento - vida - es solo materia orgánica en descomposición y transformación. El verdadero creyente está obligado a admitir que lo allí existente es solo envoltura, una estructura, un hábito, pero que ahora al desprenderse de él, quiere vivir otra vida al lado de un Dios verdadero. En los camposantos, solo hay iconos de lo que los seres humanos fallecidos fueron, pero no representación de lo que siguen siendo.
Llegados a este punto aparece un nuevo dilema, que la tradición no quiere debatir y la realidad inteligente defiende. ¿Enterramos o incineramos cadáveres? Era tiernamente atrayente la inhumación que nuestros antepasados daban a sus seres queridos acompañándolos de utensilios y hasta viandas. Pero eso pasó. Las cenizas procedentes de una incineración podrían estar en el salón de nuestra casa, sin producir repudio alguno. Gustavo Adolfo Bécquer decía que la muerte produce repugnancia y duelo. No soportaríamos la presencia de un cadáver abandonado a su evolución. Pero el respeto a las leyes de la naturaleza y el amor que se tuvo al ahora cuerpo inerte, es muy superior en gran parte de la población actual, a cualquier otra forma de sepelio. Seguiremos yendo a los camposantos, allí rezaremos y entablaremos diálogo con el mármol de sus lápidas, pero ni frases, ni flores, ni adornos o huecos de los muros de la necrópolis pueden hacernos olvidar que la continuidad de la vida - que debe de existir - no está ahí, sino en algún “compartimiento celeste” y que el sentimiento por las personas queridas, que dejaron esta vida, es superior a la presencia física ante sus restos orgánicos, aunque la efeméride sirva para reunir a la familia en el recuerdo y la esperanza en volvernos a encontrar.