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El Loco de la salina

San Fernando, 1950

Al leerlo, puede que usted bendiga el indudable avance en las telecomunicaciones, pero también puede que maldiga el momento en que aparecieron los móviles

Publicado: 19/12/2022 ·
12:20
· Actualizado: 19/12/2022 · 12:20
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Autor

Paco Melero

Licenciado en Filología Hispánica y con un punto de locura por la Lengua Latina y su evolución hasta nuestros días.

El Loco de la salina

Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy loco yo o los locos son los demás. Albert Einstein

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Ha nacido un nuevo libro en La Isla, un nuevo parto,que se titula San Fernando, 1950. El autor se llama José Carlos Fernández, un desconocido, un señor que acaba de llegar, un individuo que pasaba por allí, un sujeto que no para de hacer cosas, en definitiva un loco de atar que todavía no ha sido capaz de reunir los méritos suficientes para que su tierra tenga hacia él una predilección como Dios manda. Aunque haya gente muy desmemoriada, él sí tiene en su memoria todo lo que ha ido pasando en esta ciudad desde que vio la luz primera gracias a Jesús de la Misericordia, que además  es una calle en la que nació y creció, según consta en una entrañable placa que adorna su entrada, promovida, dicho sea de paso, por tres entidades privadas.
Dicen los libros que las tres potencias del hombre son entendimiento, memoria y voluntad. Todo lo que tenemos los locos de voluntad nos falta de entendimiento, pero en el tema de la memoria naufragamos totalmente. Por eso este nuevo libro ha producido tanta alegría en el manicomio, porque, aunque venga ya el levante más fuerte del mundo, no se va a llevarlos miles de recuerdos que revolotean por sus páginas. Ya lo dice una frase famosa en latín: “Verba volant, scriptamanent”, que en cristiano significa que las palabras se las lleva el viento, pero lo escrito permanece. No espere que yo les cuente el libro aquí, porque no es cuestión de explicar su contenido, sino de saborear y de repasar aquellos años cincuenta que abarcaron la vida de muchos cañaíllas.   
San Fernando, 1950 tiene un algo especial que termina por cautivar. Por una parte te pone a reír y a sonreír por la cantidad de situaciones divertidas que se daban en aquella época tan retrasada como poseedora de un encanto conmovedor. No has terminado de reírte, cuando unas lágrimas comienzan a rodar por tu cara al recordar que las oscuras golondrinas, que aprendieron nuestros nombres, no volverán. No volverá aquella calle Real de entonces, ni se volverá a oír el pito de la Constructora, ni el viento en las monteras, ni las huertas que tuvo la Isla, ni los cambios de tebeos, ni el picón, ni los lutos en el brazo, ni aquellas semanas santas, ni aquellas ferias, ni los cines de verano…


Al leerlo, puede que usted bendiga el indudable avance en las telecomunicaciones, pero también puede que maldiga el momento en que aparecieron los móviles atrapando dedos y miradas. Salen los recuerdos a nuestro encuentro y, cuando tiene uno la sensibilidad del autor de San Fernando 1950, la nostalgia convierte la soledad en agradable compañía.
José Carlos, no se puede ser más observador. Ha saldado usted la afectiva y emotiva deuda que dice tener con la Isla, por lo cual ya no tendrá que pasear por la acera de los tramposos, pero permítame que le diga que tampoco es para ponerse así. No anuncie tan pronto su posible retirada, ni diga aquello de Miguel de Cervantes: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo…
Si uno es joven y no lee este libro, él se lo pierde, porque automáticamente se convierte en un pedazo de carne sin pasado y sin cimientos. Si uno tiene ya sus añitos y tampoco lo lee, también se lo pierde, y además no tiene perdón de Dios, porque renuncia a saborear gran parte de su vida. José Carlos, gracias por su libro, y por mencionarnos en su amplia dedicatoria. En el manicomio quedamos a la espera del siguiente.

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