Señor Aznar declamando, en un inglés de parvulario, que el coronel Gadafi es amigo de Occidente y que deberíamos dejarlo en paz. El fundador de FAES nos tenía acostumbrados a ideas estrambóticas, a episodios de sublime esperpento, a jactancias de calibre variado, pero en ninguna otra ocasión ha sido tan horripilante como en ésta. En ninguna se ha retratado mejor el personaje y quedado tan al descubierto su oscuro trasfondo moral.
No dudo del poder reverencial que Aznar todavía ejerce, en la sombra, sobre el ala más fanática de la derecha española. No dudo de que sus palabras son fiel reflejo de un modo de entender la democracia –me atrevería a decir que la vida misma- basado en el convencimiento de que en política todo vale, incluido mirar hacia otro lado cuando un dictador asesina en masa a sus detractores.
Ni siquiera dudo de que lleve mucho tiempo instalado en la caricatura de su narcisismo, como tantos políticos, incapaz de comprender que sus ideas provocan espanto e indignación, completa y deliberadamente ciego ante el profundo significado de las revoluciones que están extendiéndose por los países islámicos.
Los genuinos depositarios de la ideología ultraconservadora y de las voraces prácticas neo-com dinamitaron la frágil legalidad internacional auspiciando una guerra esquizofrénica, la de Iraq, que todavía no ha terminado y que ha costado billones de dólares y miles de vidas humanas. Quisieron implantar la democracia liberal a la fuerza, sin importarles si el mundo se desestabilizaba con tal de que la razia planeada al calor del 11-S reportara pingües beneficios a los lobbys financieros.
Ahora que los pueblos, hartos de la pobreza material y espiritual, se erigen en los únicos hacedores de una transformación histórica sin precedentes conocidos, los extremistas sienten alergia y claman por la salvaguarda de un orden mundial que tiene cualquier ingrediente, menos orden. Aznar, por momentos más sectario que Bush, parece haberse atribuido el papel de vocero de una consigna insensata: los argumentos estratégicos justifican las tiranías.
El ex presidente fue elegido por decisión de los españoles. Las citas electorales se celebraron limpiamente. Pero este mérito no sirve de excusa a su dolencia de auténtica conciencia democrática, ejerza o no responsabilidades de gobierno en estos momentos de intensa crisis planetaria. Manifestaciones semejantes ponen en guardia a las mentes sensibles. Así que, con el debido respeto, me arrogo el derecho a preguntar: ¿qué más ha de suceder en el mundo, señor Aznar, para darse usted cuenta de sus crasos errores? ¿Qué más ha de suceder para que hable con un poco de sentido común, sin ofender a quienes, por concepto y principio, rechazamos la amistad de los sátrapas, sea cual sea su bandera o el interés que ande en juego?
No es de extrañar un mundo tan a la deriva: esta clase de personas detentaron el poder o marcan las pautas ideológicas desde cómodas trastiendas. Con honestidad, no me produce reparo alguno que el PP vuelva a ganar las elecciones. Si de objetividad se trata, habrá que concluir que el PSOE se ha alejado de los estratos sociales afines, víctimas propicias de un colapso que no han provocado. Lo que me inquieta, cada vez más, es esta obscenidad moral sin límite, cínica y deplorable.
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