Aunque miles de millones de seres humanos, dicen que profesan alguna religión, cierto y verdad es que en la vida cotidiana la presencia de ese dios no parece constatarse. Aparecen en redes conversaciones, tertulias, entrevistas, debates… donde el hilo conductor se sitúa en la pretensión de la demostración de la existencia de Dios utilizando para ello la Ciencia. Y la Ciencia ni siquiera se plantea el asunto, ya que cualquier persona, creyente o no, sabe que estudiar a Dios no es posible. Ya reflexionamos sobre este asunto refiriendo la historia de San Agustín y el niño, que en la playa pretendía con una concha meter todo el mar en un hoyo hecho en la arena. San Agustín le dijo al niño que eso era imposible y el niño le contestó que igual de imposible era la pretensión de San Agustín de comprender a Dios. No obstante hay quien, con aires de sabiduría en redes, afirma que la Ciencia ha probado la existencia de Dios. Teólogos aficionados pretenden dar un giro de 180 grados en la relación ciencia y fe. La primera desde hace siglos viene ninguneando la cuestión de la existencia de una entelequia que sectores de la humanidad identifican con la palabra “Dios”. Y se pretende que ahora demuestre la existencia de Dios. La teoría del Big Bang les viene muy a pelo ¿Parece sencillo el asunto? Antes de entrar en una reflexión sobre la existencia del ente que las distintas religiones identifican con Dios, conviene constatar la enorme diversidad de dioses y diosas a las que las distintas culturas religiosas se encomiendan. Así como la gran variedad de razones que sustentan tantos empeños por hacer creer, en dios o dioses, a las gentes. Es posible encontrar bastante información sobre estudios antropológicos que vienen ocupándose de las religiones y los dioses en las que se fundamentan. Uno de estos estudios lleva por título “De los 1.000 y más dioses al Dios único, cuantificación de los panteones orientales”. Cuyo autor es Gregorio del Olmo Lete de la Universidad de Barcelona. Miles y miles de años han transcurrido desde que los seres humanos comenzaron a intuir que fuerzas ignotas actuaban sobre sus vidas, sin que pudieran hacer gran cosa para evitar sus efectos negativos. El chamanismo de los primeros clanes humanos comenzó a gestar todo un universo de seres esotéricos que permitían ofrecer tranquilidad a las gentes, cautivadas por el miedo a lo desconocido. Y qué mejor que “conocer” para que el miedo se esfume. Y como no había forma de que eses seres se manifestaran directamente ante las personas, más de un avispado se erigió en “intermediario” entre el mundo real y el de las divinidades. Surgen las religiones, con sus ritos, sus sagas de dioses y diosas, en las que los chamanes, hechiceros, brujos o sacerdotes, básicamente asumen el rol de intercomunicador entre las personas y las divinidades. Detentan de esta forma un inmenso poder sobre las gentes ya que llegan, incluso en muchas religiones, a pactar con el poder político de turno para garantizar ante los pueblos que los dirigentes lo son “por la gracia de Dios” o “Dei Gratia Rex”. La historia está repleta de información sobre este evidente maridaje entre religión y política. Y como los pueblos han sido sistemáticamente avasallados por los poderosos y estos han estado íntimamente relacionados con la religión que los legitimaba, las gentes acabaron dándose cuenta de que: o los dioses no existían, o solo ayudaban a los jerarcas. No obstante las religiones, todas, desarrollan estrategias de consuelo para que las personas sumidas en la desesperación, en el dolor, encuentren algo de alivio. Y de ahí que los rituales más desarrollados en todas las religiones sean los ritos funerarios, las exequias. Desde los primeros enterramientos, el culto a los muertos del antiguo Egipto y otras civilizaciones antiguas del mundo, hasta la actualidad las religiones han ofrecido garantías a sus devotos de que las “almas” de sus seres queridos serán alojadas en los paraísos de turno para evitarles la condena perpetua a los infiernos. “El Señor arrancará de la muerte a vuestro ser querido y lo hará gozar en su reino.”
Por otro lado toda religión requiere asumir una visión dicotómica del ser humano, estableciendo una diferencia entre cuerpo y alma (espíritu) que siempre es imperecedera, por aquello de poder existir eternamente en los paraísos correspondientes. Ninguna religión asume que la persona desaparece en su totalidad cuando muere. ¿por qué este empeño en trascender a la muerte? Y es que si la divinidad no puede actuar en la vida real, no puede hacer el milagro solicitado, no da la gracia pedida, no ayuda en el infortunio; sólo queda de que a partir de la defunción, cuando ya no es posible comprobar absolutamente nada, ahora sí, ahora la divinidad cuidará de quienes se han portado según las indicaciones de sus “ministros”. Esa promesa da mucho consuelo a los que siguen viviendo. Un detalle no menor es que quienes saben cuáles son los deseos de los dioses y conocen sus inescrutables comportamientos, nunca reconocerán que las divinidades no es preciso pedirles nada ya que las deidades saben que es mejor para los mortales. Son esas deidades quienes deciden que la grave enfermedad, los inmensos dolores, la muerte, las angustias padecidas son el mejor camino para purificar sus almas, tanto de quien padece, como de quien por amor acompaña. ¿Dónde está la piedad de estas deidades? ¿Es que no pueden compadecerse? Miles de tratados sobre los dioses y el mal jalonan los intentos para convencer a los devotos de que siendo buenas las deidades permiten el mal para… ¿Vaya justificante? Si hay mejoría es que la deidad ha intervenido. Si no hay mejoría es que la deidad, que sabe sin duda que es lo mejor, no ha actuado. Y de esta forma quienes se aferran a su fe en ellas se conforman con lo que les va ocurriendo. “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, Bendito sea Dios”.
Volviendo a las mentes que pretenden convencer de la existencia de Dios, ya que interés tienen en el asunto, hay que advertir que precisamente quienes más debaten y exponen contradicen el mandato de casi todas las religiones “no utilizar el nombre de dios en vano” o “no nombrar al innombrable”, etc… Más de 8000 millones de personas en el mundo y es muy probable que haya millones de concepciones sobre qué es eso que se llama “Dios”. Quienes conocen la complejidad de la realidad, la inmensidad del universo, los “enigmas”, que no certezas, sobre el origen del mismo y los avances de las ciencias en todos los ámbitos, comparten la convicción de que tanto el macro como el micro universo son inconmensurables, inabarcables y por tanto nada puede predicarse sobre el origen y destino de nada. Filósofos ha habido y hay, que se han planteado el reto de encontrar respuestas a cuestiones que no la tienen, de momento. Y en su afán de dar en el clavo elaboran teorías tras teorías sobre aquello que desconocen. Afirmar que la divinidad está relacionada con el origen del universo es un acto irrelevante, ya que a partir de ahí ¿para qué seguir indagando? La humildad, del que asume el conocido dicho relatado por el filósofo francés Descartes sobre Sócrates, “sólo sé que nada sé”, impide argumentar sobre el papel que pudieran haber tenido las deidades en el origen del universo. Menos aun cuando algunas de estas deidades cuentan con intérpretes que dicen lo que esas deidades desean, anhelan, sienten e incluso padecen, como si de vulgares humanos se tratara. Y menos aun cuando, en un alarde de conocimiento profundo, profundo, de la divinidad, se atreven a predicar sobre sus atributos. Por ejemplo el Dios cristiano, que además es uno y trino, tendría los siguientes: Santidad, Eternidad, Omnipotencia, Omnisciencia, Inmutabilidad, Omnipresencia… Estas palabras están bastante más allá de la comprensión de quien no es santo (Santo es sinónimo de bienaventurado, dichoso, feliz.) no es eterno (vivo siempre), no es omnipotente (no lo puedo todo, mejor dicho casi nada), no es omnisciente (lo sabe, lo conoce todo, ningún conocimiento le está oculto), no es inmutable (no mudable, que no puede ni se puede cambiar.) y no es omnipresente ( está en todas partes al mismo tiempo). Porque además algunos de ellos son incompatibles o se subsumen unos en otros o, llegado el caso, podría concluirse que aquel ente que todo, todo lo sabe, está simultáneamente en todas partes, no tiene tiempo, es eterno y todo lo puede ¿le sorprenderá, le molestará, se irritará con algo tan, tan ridículamente pequeño, como es el libre albedrio de un ser humano? Fdo Rafael Fenoy