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La estadounidense del hiyab

Los atentados del Maratón de Boston han dejado para la posteridad imágenes impactantes que muestran con crudeza hasta dónde puede llegar el ser humano movido por el odio y el fanatismo. Pero quisiera destacar una que no trata de cuerpos desmembrados ni charcos de sangre.

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Los atentados del Maratón de Boston han dejado para la posteridad imágenes impactantes que muestran con crudeza hasta dónde puede llegar el ser humano movido por el odio y el fanatismo. Pero quisiera destacar una que no trata de cuerpos desmembrados ni charcos de sangre. Ni siquiera de la caza al hombre desatada inmediatamente después de que el FBI divulgara las imágenes de los sospechosos y las calles de Watertown, localidad cercana al lugar de los hechos, quedaran desiertas. No.

La fotografía a la que me refiero es de la viuda de Tamerlan Tsarnaev, la estadounidense Katherine Russell Tsarnaeva, con la cara rota de dolor y acosada por la prensa a la entrada de la casa de sus padres, vestida totalmente de negro y con el velo islámico o hiyab ocultándole la cabeza dejando descubierta sólo la cara. Se trata de una chica de tan solo 24 años a la la mala fortuna quiso que se le cruzara en la vida el que años después sería uno de los presuntos autores de la matanza de Boston. Ella es hija de un doctor y una enfermera que viven en el estado de Rhode Island y siempre estuvo muy dotada para las artes, según las semblanzas de la prensa estadounidense. Hace tres años, cuando contaba 21, esta chica se casó con Tamerlan y tuvieron una hija. Para Russell se acabó la universidad. Los padres de la joven la apoyaron cuando ella decidió convertirse al Islam al poco de conocer al que sería su marido, según los vecinos de la familia, entrevistados por Associated Press.

La fotografía a la que me remito es un elocuente ejemplo de lo complicado del choque de civilizaciones, de lo difícil que es conciliar las costumbres de Occidente y Oriente, de lo que ocurre cuando alguien, da igual de dónde, se radicaliza y trata de exterminar a la otra parte. Los actores pueden ser musulmanes, judíos, cristianos, ateos... da igual. El paisaje siempre es el mismo, el odio a la diferencia. La tan predicada tolerancia, necesaria para que los pueblos puedan convivir en este mundo cada vez más globalizado, la encarnan a la perfección en este caso los suegros del supuesto terrorista, a tenor las crónicas de la prensa de EEUU. Las investigaciones tras los atentados apuntan a que Tamerlan se fue radicalizando poco a poco hasta ser todo ira y pretender destruir al Gran Satán, que es como llaman los islamistas radicales a EEUU. El resentimiento también puede jugar un papel importante en este caso, ya que mientras que su hermano pequeño logró la nacionalidad estadounidense pronto, él aún estaba a la espera al retrasar el Gobierno Federal los trámites al tener antecedentes penales, en este caso por maltrato tras ser denunciado por pegar a una antigua novia.

¿Qué lleva a un joven boxeador cuya principal aspiración era acudir a unos Juegos Olímpicos en representación de EEUU a pretender destruir el país que le acogió sembrando el caos con bombas? Es un misterio que quizás ni el mismo fallecido podría responder. Sin embargo, una cosa está clara, y es que a medida de que Tamerlan se fue haciendo más creyente en el Islam y radicalizándose, su odio hacia el país norteamericano crecía proporcionalmente y todo apunta a que fue trasmitiéndoselo a su hermano menor, Dzhokhar, quien sí estaba mucho más integrado en la sociedad estadounidense.

Precisamente el presunto terrorista superviviente ha admitido que los ataques los hicieron “para proteger el Islam” y cita las guerras de Irak y Afganistan como factores determinantes para actuar en Boston y provocar una matanza indiscriminada que acabó con la vida de un niño de ocho años, dos jóvenes de 23 y 29 años en la meta del Maratón, amén de provocar numerosos amputados, y posteriormente matar a un policía de 26 años asesinado a sangre fría al inicio de la huída suicida que concluyó con la detención de un malherido Dzhokhar. Entiendo que a las religiones hay que tratarlas con respeto, pero los individuos que las utilizan para coartar las libertades de otras personas no se merecen ninguna.

En este caso, la radicalización de Tamerlan arrastró consigo a su esposa, víctima del cruel machismo que acarrea ciertas formas de entender el Islam. La sumisión de esta joven, que dejó los estudios, se casó y tuvo un hijo al poco de conocer a Tamerlan y abrazar la doctrina del Islam, según la interpretaba su radical marido, es la intrusión de lo más recalcitrante del mundo árabe en pleno corazón de Occidente. Es igual que la bomba que explotó en la meta y sembró la psicosis en el estado más poderoso del mundo en el atentado más grave desde el 11 de septiembre de 2001. Es un poco de la realidad diaria de Irak, Siria, Afganistán, Yemen, de repente, poniéndose un hiyab o explosionando en Boston. Es lo que vemos que pasa a diario a miles de kilómetros cómodamente en nuestra televisión y a lo que estamos tan asquerosamente acostumbrados e insensibilizados.

Pero ¿qué otra cosa se puede esperar de gente que se rige literalmente por códigos milenarios en pleno siglo XXI. El humanismo, la ciencia, la tecnología, el mundo, en defnitiva, avanza, pero a muchos se les paró el reloj en el siglo XIII. No se adaptan porque sienten que el progreso es sinónimo de corrupción del alma y tratan de destruir ese supuesto mal precisamente con la más supina de las maldades, el asesinato. La maldad ha anidado y anidará siempre en el corazón de los hombres independientemente de sus creencias. La religión es una actividad humana y como tal, adolece de las imperfecciones inherentes a nuestra especie. Sobre todo la necedad, la estupidez y la intolerancia. Lástima que al final se lleve por delante a gente que sólo acudía a ver la llegada de un maratón. Sólo fueron a eso.

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