El concepto que se tiene de las Hermandades es, en muchas ocasiones, gracias a las personas que te tocan de cerca y que les tienes aprecio. En otras, por los momentos vividos o los recuerdos que se te agolpan en la mente sobre las mismas. Creo firmemente que estas razones te llevan siempre a formar un concepto propio y distinto de una corporación. Al menos a mí me sucede así.
Es el caso del cariño que le profeso a la Hermandad de Las Aguas de Dos de Mayo, hermandad a la que conocí siendo niño, cuando era Las Aguas de San Bartolomé y su Crucificado acariciaba los balcones de mi casa en la calle Caballerizas cada Lunes Santo. Mi abuela me enseñó a rozar -sólo rozar- con la punta de los dedos la cruz, cuando casi se colaba en nuestra casa entre los barrotes.
Con los años me tocó contar la entrada en su antigua capilla de Dos de Mayo, micrófono en mano y para toda España a través de la Cadena SER. No se ha borrado ese recuerdo de mi memoria -tampoco he hecho nada por borrarlo- por la magia de aquella noche y todas las facilidades que me proporcionó la hermandad para estar, en el reducido espacio de su capilla, en un lugar privilegiado.
Ahora, al cabo de otro puñado de años, sigo manteniendo mi cariño a esta hermandad, gracias a quien preside su mesa de gobierno, mi hermano Antonio Arrondo, que si bien tomó las riendas de la misma no en el mejor momento, ha logrado devolverle todo lo que ésta merece. A base de trabajo y de constancia. A base de desvelos. Me consta.
Hoy le visitaré por la mañana a darle un abrazo de los grandes y a rezar juntos frente a esa Mocita del Arenal que casi no sabe llorar todavía. Por la tarde le veré desde la soberana bulla, buscando a Jaime y Lola, ramas de los mejores troncos. Y por supuesto a la persona que hizo que nos conociéramos, que no es otra que Berta, mi amiga de siempre. Aquí más que nunca se cumple eso de “tras un gran hombre hay una gran mujer”.
A ellos, esa familia que tanto quiero, van estas letras en el Lunes Santo.
Porque siempre fue de buen nacido ser agradecido.