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Una comedia: 'Amarcord'

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  • El adolescente enamorado de La Gradisca intenta escalar por su muslo. Ella le mira y le preguna: "¿Qué buscas?"
Federico Fellini fue, junto con François Truffaut, de los escasos grandes autores del cine europeo de la segunda mitad del siglo XX que lograron el aprecio del gran público. Para cuando Fellini estrenó Amarcord, en 1973, ya era sobradamente conocido por títulos como La strada, La dolce vitta, Julieta de los espíritus u Ocho y medio. Sin embargo, Amarcord fue, sin duda, la película más popular de toda su carrera, la más accesible al espectador medio, gracias al enorme derroche de humor y melancolía prendida a cada una de sus secuencias, sin que, por otro lado, el director italiano renunciara a la propia condición de autor, establecida aquí tanto a través de la mirada con la que repasa los selectivos recuerdos de su infancia y juventud -junto a la incisiva y caricaturesca representación de la Italia fascista de los años 30-, como del marco escénico en que son recreados, ya sean de corte histórico, onírico o meramente cómicos. Amarcord es un canto a la vida, a la memoria compartida, con banda sonora de Nino Rota, por supuesto.


Amarcord carece de línea argumental y, en este sentido, es fiel a su propio título, a su significado: "Me acuerdo", ya que la película es la sucesión y acumulación de vivencias, anécdotas, sucesos... originados en una pequeña población costera italiana, Borgo (que, en realidad, representa a la ciudad natal de Fellini, Rimini). La cámara, pues, se limita a poner en escena cada uno de los hechos que surgen de la memoria del narrador, sin necesidad de que estén concatenados uno con otros. Hay un marco espacio temporal concreto, el de la ciudad citada y el año que transcurre desde la llegada de una primavera a otra; hay una familia que se erige como el eje protagonista de buena parte de los acontecimientos; pero, más aún, hay una galería de personajes memorables y reconocibles, marcados a su vez por las circunstancias socio políticas que les rodean. La Gradisca (la mujer más atractiva del pueblo, que sueña con las estrellas del cine y con casarse con un príncipe), la Volpina (la prostituta), el cura, el director del colegio, los alumnos, el abogado  (la única persona culta del lugar, empeñado en hacer patente la riqueza monumental e histórica de la ciudad, frente al desinterés de sus propios vecinos), el oficial albañil (cuya ideología comunista obliga a su familia a impedirle salir de casa cuando la parafernalia fascista se adueña de la plaza principal), el barbero, el vendedor ambulante, el tonto, el mendigo...

Además de la galería de seres que pueblan cada uno de los recuerdos, la película se crece con secuencias antológicas, desde el emblemático e inolvidable achuchón del adolescente calenturiento con la estanquera tetona, hasta la magistral puesta en escena del encuentro del pueblo, mar adentro, con el transatlántico Rex, a bordo de barcazas e hidropedales. A éstas hay que añadir la secuencia del almuerzo en la finca, culminada con el ascenso del tío loco de la familia a la copa de un árbol desde donde no para de gritar "¡Voglio una donna! ¡Voglio una donna!" ("quiero una mujer"); el himno de la Internacional, que suena desde un fonógrafo instalado en el campanario de la iglesia y que termina derribado a tiros por los oficiales de Mussolinni que se encuentran en el pueblo; la nevada en pleno verano; y la escena del baquete de boda con que termina la película y que recuerda a otros grandes momentos de la filmografía del propio Fellini.

Pero, independientemente de cada una de esas historias y anécdotas, la película posee una serie de valores que son los que constituyen su grandeza. En primer lugar, su enorme sentido del humor, la comicidad magistral de muchas secuencias (los cuatro adolescentes mansturbándose dentro de un coche gritando en voz alta los nombres de las mujeres en las que piensan hasta que uno reprende a los demás por citar el de la chica que le gusta a él), y, por supuesto, la capacidad de Fellini para hacer trascender ese enorme fresco social y revelarnos la dimensión emocional y diferencial que supone reivindicar el recuerdo como seña de identidad y de humanidad, aunque ese mismo recuerdo haya sido alterado con el paso del tiempo.

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