Ha debido expirar con una sonrisa dirigida a su mujer (“mi jefa”, la llamaba Michael) o incluso explicando que iba a echarse un rato de siesta y que luego volvería. Era un hombre, un hombre íntegro y valiente, capaz de anteponer los valores a los intereses, seguro de buscar el bienestar del otro sin salir a la búsqueda del placer propio. Amaba la felicidad del mundo y estaba convencido de que jamás se iba a morir. Lo ha logrado y ahora vive en el recuerdo de cientos de miles de personas que adoptaron a un futbolista inglés que rompió a llorar cuando abandonaba el terreno de juego de El Sadar entre gritos de ¡torero, torero!
Nunca me interesó su manera de narrar los partidos, ni sus programas de fútbol ni el universo del balón que amaba este hermano adoptado por nuestra tierra. Pero todo mi desapego al esférico se convierte en respeto sideral cuando pienso en la vida y en la muerte de un auténtico Robinson, de nombre Michael, que parece descrito por Daniel Defoe en una obra literaria cumbre en la que a veces nos detenemos en la importancia de la isla cuando seguramente la pieza esencial sea el barco. Ese auténtico Robinson sí me interesa. El hombre que vino a Pamplona, que se enamoró de España, que rematando córners de balones asistidos por el compatriota Sammy Lee se hizo grande en el equipo rojillo a base de goles, sonrisas y carisma. Me interesa el hombre que entendió que su sitio en esta vida no se hallaba en la tierra de su nacimiento, el deportista que comprendió que detrás de quienes juegan al fútbol hay personas de carne y hueso. Me interesa su manera de crecer, de escudriñar, de enriquecerse, de adaptarse y de ponerle a la negra muerte una sonrisa en la boca.
Dicen que ha vivido tal y como jugó, entrando por derecho al balón y sin medias tintas, sudando la camiseta con hombría, sin quejarse de golpes menores. Obviamente sin engañar al árbitro del tiempo. Me recorre el cuerpo un fulgurante escalofrío de respeto si pienso en todo lo que hubo de superar, incluso sus horas de sonrisa a los suyos a sabiendas de que la hora del adiós era tan inevitable como aquellas palabras que le dijo el médico: “Michael, tienes un tipo de cáncer que no podemos curar”. Ese naufrago sí me interesa, sin elástica ni botas de taco, con la sonrisa pintada en el alma y la convicción natural de que hemos nacido y tenemos que morir. Dando la cara, ganando siempre la batalla el miedo.
Se ha marchado un auténtico Robinson. Con la barba de la honradez crecida y un acento español entrañable. Ha sobrevivido en la isla del planeta fútbol a base de hombría y rectitud. Y todo, con una sonrisa. Hasta siempre... torero.