Ucrania ya era uno de los países del mundo con más minas antipersona antes de la invasión rusa, desde que en 2014 comenzó el conflicto en la zona de Donbás, pero el problema de estos explosivos que se ceban especialmente con civiles crece cada día que dura la guerra con Rusia.
De los cerca de 16.000 kilómetros cuadrados donde se tenía constancia de lugares con minas en esa zona, entre las regiones de Donetsk y Lugansk, el problema se ha extendido a unos 80.000 con campos minados en otras partes del país, según el Gobierno ucraniano.
Aunque un día termine la guerra, quedarán en el terreno minas que explotan al detectar vibraciones como las que puede emitir un teléfono móvil, sin ni siquiera pisarlas, que cuestan muy poco de fabricar pero mucho tiempo de eliminar.
LA MAYORÍA CONTRA CIVILES
Antov Pavchencko trabaja en uno de los equipos que desactivan estas minas y otros explosivos que quedan tras los combates en los alrededores de la ciudad ucraniana de Járkov, en el este del país, cerca de donde ahora está el frente.
En esta zona se han encontrado POM-3, minas cuyos sensores detectan la cercanía de personas, ante la mínima vibración, y causan una explosión en el aire que lanza fragmentos a metros de distancia.
Junto a sus compañeros recorre cunetas en la carretera que lleva a la localidad de Derachi, además de campos de cultivo, para comprobar que son seguros antes de que unos trabajadores entren a reparar una estación eléctrica y para que los agricultores puedan volver a trabajar.
Unos días atrás uno de ellos murió cuando su tractor pisó un explosivo. En una aldea de la zona una mujer falleció al abrir la puerta de casa y explotar otro dejado como trampa.
El joven comenta a Efe que el 90 % de las llamadas que reciben son de civiles, muchos campesinos, en el Centro de Desminado Humanitario y Respuesta Rápida del Servicio Estatal de Emergencias en Járkov, la segunda mayor ciudad ucraniana.
Ellos también están entre las víctimas. Hace poco murieron tres compañeros, sin que fuera posible recuperar los restos de dos de ellos destrozados en pedazos, y cuatro resultaron heridos cuando iban a desactivar un montón de explosivos que habían retirado, lamenta.
Un palo les sirve para detectar hilos en el terreno que avisan de una mina, tras lo cual entra en acción un sistema técnico avanzado para desactivarla.
“Exige una total concentración y estar constantemente en forma”, asevera, pues cualquier error es fatal. Aunque reciben formación regularmente, es algo que “no terminas de aprender en tu vida”, sentencia.
Tienen que saber además de primeros auxilios, cómo defenderse ante armas químicas y otras muchas capacidades que “solo consigues con la práctica”, apunta, después de trece años como zapador.
OBJETIVO DEL ENEMIGO
Mykola, pese a su experiencia, resultó herido y se recupera en un hospital. Este hombre de 56 años explica a Efe que sufrió distintas heridas cuando hacía su trabajo y comenzó un combate con fuego de tanques.
“Salí por los aires, pero tuve suerte, porque el impacto fue cerca” y pudo ser peor, advierte. “Quienes retiramos minas somos uno de los objetivos de los rusos, cuesta tiempo y dinero formarnos”, añade.
Como en muchas guerras, ambos bandos se acusan de usarlas no solo contra los militares, dejándolas por ejemplo bajo cuerpos de fallecidos en combate, sino de emplearlas como un arma más para aterrorizar a los civiles, entre columpios o cultivos.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), unas mil personas murieron por minas antipersona desde 2014 en Ucrania, una de las principales causas de muerte de civiles durante la guerra que comenzó entonces en Donbás. Cerca de 1,8 millones de personas llevan allí ocho años “rodeadas de minas”.
El peligro oculto en el terreno que conllevan golpea a muchos desplazados, al huir a través o hacia zonas minadas, provocando muertes, graves mutilaciones y traumas tanto personales como colectivos, alerta ACNUR.
Además de que el miedo a estos explosivos los frena a volver cuando decidan regresar a sus casas y dificulta la reconstrucción tras la guerra. Más de 160 países han firmado desde 1997 una convención para prohibirlas, pero entre ellos no está Rusia.