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Sin Diazepam

En el desierto del Sinaí llora la arena y sangran las piedras

La batalla de David contra Goliat solo sirvió para que David se convirtiera en Goliat en busca de otro David al que aniquilar

Publicado: 27/10/2023 ·
11:54
· Actualizado: 27/10/2023 · 11:54
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  • Imagen del campo de refugiados de Yabalía, Franja de Gaza. -
Autor

Younes Nachett

Younes Nachett es pobre de nacimiento y casi seguro también pobre a la hora de morir. Sin nacionalidad fija y sin firma oficial

Sin Diazepam

Adicto hasta al azafrán, palabrería sin anestesia, supero el 'mono' sin un mísero diazepam, aunque sueño con ansiolíticos

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La batalla de David contra Goliat solo sirvió para que David se convirtiera en Goliat en busca de otro David al que aniquilar. En el desierto del Sinaí llora la arena y sangran las piedras. En el desierto del Sinaí se mueren de sed los diez mandamientos.

En el vasto escenario de la historia, en el teatro absurdo de la historia, las guerras se yerguen y emergen como los actos más incomprensibles y atroces de la humanidad. Cómo, en nombre de una bandera, un país, o una religión, se puede justificar el derramamiento de sangre, la implacable destrucción de familias enteras y el lamento incesante de madres que ven caer a sus hijos en la mortífera danza de la violencia. ¿No deberíamos, en lugar de eso, celebrar la exuberante diversidad que nos hace únicos, y reconocernos a todos como hijos de la misma tierra?

La estulticia de la guerra radica en la absurda noción de que la muerte y la destrucción pueden ser los medios para alcanzar fines nobles. Pero no. En las guerras, gente que no se conoce se mata en aras de satisfacer los intereses de unos pocos que sí se conocen, pero que rara vez padecen los horrores de las guerras que provocan. Es como si la humanidad, en su afán de poder y dominio, hubiera perdido el norte de su propia humanidad.


"La guerra es la obra de arte destruida", expresó el ilustre filósofo y escritor Henry Miller. En su voraz vorágine, la guerra devora belleza, cultura y, sobre todo, vidas humanas, convirtiendo lo que una vez fue un mosaico de civilización en un desolado paisaje de luto y desesperación.

Los maestros de la filosofía, desde Séneca hasta Bertrand Russell, han expresado su repudio por la estupidez de las guerras a lo largo de los siglos. Russell, en su clarividente crítica, nos recordó que "la guerra no determina quién tiene razón, sino quién queda". Una verdad amarga que sigue resonando en cada conflicto.

La humanidad, en su búsqueda de sentido y propósito, ha recurrido a la religión en busca de respuestas. Sin embargo, las guerras, a menudo libradas en nombre de la fe, son la cruel tergiversación de los valores más puros de las religiones. Un dios que, de existir, jamás podría avalar tal carnicería en su nombre.

Pensadores como Albert Einstein, un científico genial y humanista, lamentaron la insensatez de las guerras: "No sé con qué armas se luchará en la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta Guerra Mundial se librará con palos y piedras". Einstein nos recordó que, en la búsqueda de la supremacía y el poder, la humanidad está cavando su propia tumba, sepultando la razón bajo una montaña de odio y destrucción.

Las guerras han tratado la historia con ríos de sangre derramada, carne destrozada y vidas exterminadas sin sentido. ¿Por qué persistimos en perpetuar este ciclo de autodestrucción? ¿Por qué no aprendemos de la historia y abrazamos la paz con la misma vehemencia con la que abrazamos la guerra?

David contra Goliat solo sirvió para que David se convirtiera en Goliat en busca de otro David al que aniquilar. En esta perpetua búsqueda de enemigos, hemos olvidado que todos compartimos el mismo planeta, la misma fragilidad y la misma humanidad. En lugar de celebrar la diversidad de pensamiento y cultura, seguimos perpetuando la necesidad de las guerras. Es hora de que alcemos nuestras voces en un clamor unificado por la paz y la fraternidad, antes de que la estulticia humana nos condene a un destino incierto y oscuro. En el desierto del Sinaí llora la arena y sangran las piedras. En el desierto del Sinaí se mueren de sed los diez mandamientos.

Sé que sueña ñoño e ingenuo, sé que es pura utopía, sé que es un grito en un desierto, pero sé que es lo que tenía que escribir esta semana para expresar mi repulsa ante cualquier guerra. La historia nos ha enseñado que en ellas mueren siempre los mismos, en ellas siempre sufren los mismos, los que menos tienen que ganar y aún así acaban por perder lo poco que tienen, sus vidas. Los que más tienen que ganar, ni siquiera se ensucian las suelas de sus zapatos. Suelas que están tan alejadas del frente que solo hieden a la frialdad de sus despachos.

La batalla de David contra Goliat solo sirvió para que David se convirtiera en Goliat en busca de otro David al que aniquilar.

En el desierto del Sinaí llora la arena y sangran las piedras. En el desierto del Sinaí se mueren de sed los diez mandamientos.

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