En los años ochenta multitud de jóvenes, muchos de ellos y ellas llegados del Norte de Europa, arribaron a la Península Ibérica y no precisamente buscando sol y playa. Llegaron a una España despoblada excepto en sus costas y grandes pueblos y capitales. Descubrieron pueblos abandonados en la alta montaña y quedaron fascinados por la belleza de sus parajes y el saber oculto que había entre sus piedras. Entonces, recién despertaba España de una larga dictadura y muchos jóvenes españoles se subieron al carro de estos repobladores europeos. No se trataba sólo de irse al monte, se trataba de redescubrir un habitar como se hacía antes, sacando todo lo bueno del pasado, ya que por suerte la escasez, la miseria y la incomunicación iban desapareciendo.
Estas mujeres y hombres valientes fueron muy inteligentes, creando una nueva forma de habitar el campo. Recuperando sistemas de aprovechamiento del entorno, como huertas, ganado y animales de carga, siendo lo más autosuficientes posible y habitando en total simbiosis con el medio ambiente. Recuperaban antiguos oficios, convivían en sistemas de organización de comunidades, ejercían formas de vida, educación y crianza lo más naturales posible, todo ello compaginado con algunos beneficios que ofrecía la modernidad como el uso del automóvil, el teléfono, algunas comodidades para el hogar, o ya en la actualidad las nuevas tecnologías. Estos nuevos habitantes no eran como los que abandonaron esos pueblos. Muchas de estas mujeres y hombres tenían estudios superiores, carreras universitarias, pero asentarse en el mundo rural fue una decisión consciente.
Desde los años ochenta a hoy se han recuperado decenas de pueblos en toda la península, nueve de ellos en Andalucía, como El Calabacino (Álajar, Huelva), Los Portales (Sevilla), Los Guindales (Algatocín, Málaga)… Pero nos encontramos con que las autoridades, y en muchos casos la población autóctona, ha fijado el foco de manera parcial en este movimiento, quedándose tan sólo en la superficie, en su imagen, y no valorando la parte positiva de su modo de vida, juzgando a esta nueva población rural partir de prejuicios y obviando otras facetas incluso cuando los pueblos se levantaron y revivieron.
Hoy en 2018, casi cuarenta años después, nos damos cuenta de que el planeta se queja y se agotan los recursos. Nos damos cuenta de que para que el primer mundo viva con muchos, muchos, muchos recursos, se necesita explotar a otros mundos y dejarlos sin ellos. Hace poco se desarrolló en la Universidad de Huelva un Simposio sobre desarrollo sostenible en los espacios naturales protegidos, y en su conferencia inaugural Francisco Casero, de la Fundación Savia, dijo que “la tierra es un préstamo que nos han dejado las generaciones futuras”. Si así lo entendemos, ¿estamos comprendiendo que una nueva forma de habitar es urgente? Pero, ¿cuál? Nadie quiere vivir como un ermitaño y renunciar a todas las comodidades. Entonces, ¿cuál es la manera? Pues aquí hemos presentado una de las posibles maneras.
En lo que hoy se conoce como ecoaldeas o hábitat rural diseminado de interés social y ecológico, la gente, toda esta juventud, después de investigar diversas maneras, vive en la montaña, en contacto con la naturaleza. Escuchando a la Madre Tierra y optando por las energías renovables, los que les hace tener una fuerte conexión con el entorno. Es sencillo: si hace sol tienes luz, y si llueve, pues simplemente no tienes luz. Igualmente, al beber de agua de manantiales, saben cuándo deben extremar el consumo y, aunque siempre hay que hacerlo, cuando aprendes que no depende de tu giro de muñeca el tener agua o no, te aseguras de cuidar el recurso. Es en verano además cuando especialmente reutilizan el agua: la que se usa para fregar o bañarse luego se reutiliza para la huerta, lo que lleva a utilizar productos ecológicos para fregar y lavarse. En el monte a veces se va la cobertura y no tienes internet, pero esta gente asume que el planeta es la prioridad.
Es la mamá que nos da la teta, pero que también nos la quita. No es el Estado, ni los bancos, ni la economía o el mercado. Esta nueva forma de habitar es más que válida, y hay comunidades, como la de El Calabacino, que lo están demostrando. Llevan décadas haciéndolo. Sus hijos e hijas son jóvenes motivados y conscientes. No salen de los pueblos como niños salvajes, sino como personas criadas en el respeto y el amor a la naturaleza. Entonces organismos públicos, autoridades, Estado, gobiernos… ¿Vais a invertir nuestro dinero para realizar estudios para mejorar y recuperar toda esta sabiduría popular y moderna para buscar nuevas formas de habitar, formas alternativas que nos permitan cohabitar con el objetivo de cuidar la Madre Tierra? ¿Vais a dar sostén, proteger, fomentar y cuidar cualquier iniciativa, venga de quién venga, cuya esencia sea el respeto por el planeta Tierra y sus límites?
Cecilia Rodríguez. Representante de la ecoaldea de El Calabacino (Álajar, Huelva)
Laura Limón Limón. EQUO Huelva