Hace más de un lustro que anda extraviado por algún cajón del Consistorio el
proyecto de museo cofrade que en su día impulsara el expresidente del Consejo Martín José García, y que después adoptara el actual dirigente Juan Carlos Jurado en su actual programa de trabajo. Pero entre que
no debe andar entre las prioridades del Ayuntamiento y que la pandemia nos ha revuelto los planes, da la sensación que el museo
ni está ni se le espera.
En estos días en los que hemos tenido la suerte de vivir momentos tan apasionantes desde el punto de vista emocional con las extraordinarias de Sanidad, la Patrona y el Nazareno, me pregunto
hasta qué punto tiene sentido un museo estático de nuestras hermandades, cuando en realidad el mayor y más espectacular museo cofrade es el que transita por nuestras calles.
Si hay algo que deba ser declarado como patrimonio de la humanidad y que no precise de ningún título conferido por la Unesco, es el
patrimonio de nuestras cofradías, y para ser más exactos el patrimonio devocional que no necesita más alberges que los aposentos del alma. Una herencia con
triple valor: el artístico, el divino y el humano.
En el ámbito artístico, las cofradías consiguen algo insólito a lo que
no alcanzan ni el Museo del Prado, ni el Louvre, ni siquiera los Museos Vaticanos de Roma. Se trata de una práctica que pasa no solo por conservar el arte de manera estática, sino por hacer del arte un movimiento y una aparición en los lugares más inesperados. ¿Se imaginan que
desde el tresillo de casa pudiéramos ver pasar por la ventana, cual si de un cuadro se tratara, Las Meninas de Velázquez, La Venus de Milo o el enorme fresco de El Juicio Final de Miguel Ángel? Pues eso es algo que sí consiguen las cofradías en su rama puramente artística y patrimonial.
Pasar por debajo de nuestros hogares y hacernos sombra en las vitrinas del salón con obras de Juan de Mesa, Montes de Oca o Jacinto Pimentel. Escultores e imagineros que plasmaron con su arte la sobriedad clásica propia del Renacimiento y aportaron una enorme profundidad en la escultura del Barroco.
Ocurre lo mismo con el
patrimonio musical, donde partituras de Font de Anta, Eduardo López Juarranz o Joaquín Turina, apelan a las emociones y a los sentidos, fabricando una música en el aire de nuestras calles que retumba en nuestros cristales como si de la mismísima Orquesta Filarmónica de Viena se tratara.
Por último y no por ello menos importante, en el plano meramente divino, es aun más admirable si cabe, que a nuestros ancianos e impedidos, les baste con
solo asomarse al balcón para cruzarse con el mismo Jesús Nazareno de Santa María al que sus piernas ya no les permiten visitar, como tantas veces lo hicieron en los años más ágiles de sus vidas.
Digamos que la Semana Santa tiene la
capacidad de llevar a Dios a la casa del creyente y al mismo tiempo de manera indirecta de acercar una auténtica pieza de museo al hogar de aquel entusiasta del arte y la historia.
Y es que el auténtico museo cofrade de Cádiz
tiene su entrada en la avenida José León de Carranza, es gratuito, tiene obras de Pimentel, Montes de Oca y la Roldana y
su puerta de salida es una puerta abierta al mar de la Alameda junto a la Iglesia del Carmen.
Es nuestro máximo legado, salvaguardar el arte y la historia para nuestras futuras generaciones y que nunca les falte a nuestros vecinos y paisanos la
viva imagen de sus devociones más veneradas, que son el patrimonio de nuestra propia humanidad.