Cada vez que pienso en mi infancia se me viene a la mente el mismo recuerdo.
Hubo algún tiempo en el que mi mayor preocupación era encontrar una caja de cartón lo suficientemente grande como para hacer la casetilla de apuestas que más tarde instalaría en la playa junto a mi familia y amigos. Las buenas eran las de frigorífico, esas que te daban la posibilidad de abrir una ventana más grande.
Algunos de mis recuerdos más felices se quedan en esa suerte de
competición de ver quién saltaba antes, a la carrera, la red naranja que separa al público de ese hipódromo natural en el que cada mes de agosto se convierten Bajo de Guía, la Calzada y las Piletas.
O los tobillos enrojecidos de repasar una y otra vez nuestra propia línea de meta. Más tarde llegarían las primeras fiestas de nuestras vidas, aquellas madrugadas traviesas en las que, tras ver las carreras y compartir unas cuantas tapas, terminábamos en una gran carpa donde ponían música.
Hace unos años ya que empezamos a dejar de disfrutar de
esas largas e inolvidables noches de palcos con las que crecimos una inmensa mayoría de los sanluqueños y quienes llevan décadas veraneando en nuestra ciudad.
No quiero imaginarme que esto pudiera terminar convirtiéndose en el sábado del Carnaval de Cádiz, ese día en el que los gaditanos cierran su casapuerta y esperan en casa escondidos a que pase la tormenta.
Mucho menos si es con la complicidad de nuestros propios vecinos, echando por tierra en redes sociales el trabajo de todo un año de un grupo de personas que no entiende de días ni de horas cuando se trata de sacar adelante el mayor evento deportivo y social de Andalucía. “Es que les voy a denunciar porque mi hijo ha pagado su entrada y se ha quedado sin entrar”.
¡Señora, que nadie se ha quedado sin entrar a ver una carrera! A nadie se le ocurriría llegar a un partido del Betis a las tres de la mañana esperando encontrarse allí una fiesta. Igual el problema lo tienen quienes confunden al mayor espectáculo de las playas del sur con una rave en un descampado. ¡Será por discotecas!
Todo en exceso es siempre malo. Una gran fiesta deja de serlo cuando pierde su esencia; cuando se fletan autobuses de ida y vuelta con cientos de chavales de El Puerto, Chiclana, Sevilla o Madrid para ir a hacer un botellón. Pero especialmente cuando nosotros mismos defendemos que algo así deba continuar. Ay, esa falta de amor propio de la que pecamos los sanluqueños. La de preferir irnos a los centros comerciales de poblaciones cercanas mientras matamos a los nuestros, la de apagar hileras de farolillos de la Feria de la Manzanilla a cambio de irnos a un hotel todo incluido o la de querer acordarnos de nuestros artistas una vez desaparecidos.
No caigamos ahora también en el error de asociar las Carreras de Caballos con un botellón multitudinario. El error de poner a la venta nuestras tradiciones, de perder aquellos palcos sociales con los que crecimos y de olvidar la ilusión de aquel niño que algún día fuimos.