“
La falsedad vuela, mientras que la verdad se arrastra tras ella, de suerte que cuando los hombres se desengañan, lo hacen un cuarto de hora tarde”. El Arte de la Mentira,
Jonathan Swift.
La democracia no está definida en la Constitución, hay algunas como la francesa que recogen la de Abraham Lincoln: “
Es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” y, para ello, es el pueblo el que elige a sus representantes políticos, siendo indispensable
la libertad, la igualdad y la información veraz, tres derechos fundamentales que deben ser los pilares para que el Estado sea verdaderamente democrático. En este sentido, desde que se promulgó la española hemos centrado los esfuerzos en que seamos una sociedad libre y ahondado en la igualdad de derechos de todos los seres humanos. También, profundizado en mecanismos dirigidos a proteger a las personas más vulnerables y, en los últimos años, en la protección de la salud y la del medio ambiente. Pero el derecho fundamental,
proclamado en el artículo 20, se refiere a “
comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión” y dice: “
Se reconocen y protegen los derechos…”; no sólo este derecho no se ha protegido, casi ignorado, sino que se ha ido degradando a partir del uso masivo de internet y las redes sociales. En ello tienen responsabilidad todos -todos- los partidos políticos, los medios de comunicación, muchos jueces y, en la cabeza de la pirámide, el propio Estado. Todos están obligados a respetar y proteger los derechos fundamentales y éste es uno de ellos.
Los ciudadanos, cada uno, tenemos derecho a ser informados verazmente y tenemos el deber de participar en su protección.
La verdad vs la mentira no son valores que importen mucho, el hecho de tener normalizada la mentira como algo propio del comportamiento humano parece que nos ha llevado a no exigir que la información que recibimos sea veraz, olvidando que sin ella no podemos tener una opinión libre porque la mayoría de las personas no contrasta o profundiza en lo que se difunde, confía en lo que se publica -sobre todo si se usa el juego de las emociones- y, además, hacemos nuestro de inmediato aquello que queremos oír.
El problema es que sin darnos cuenta se nos lleva a construir opiniones basadas en falsedades y esto ataca frontalmente nuestra libertad. Libertad para elegir a los representantes políticos que realmente consideremos van a trabajar mejor en defensa de nuestros intereses por encima de los de colectivos concretos. Ocurre en otros ámbitos: a través de una campaña de bulos bien dirigida y masificada se nos lleva a dejar de consumir un producto y, en paralelo, empuja hacia las supuestas bondades de otro. Todo ello bajo una inconsciencia colectiva que, además, no acepta reconocer que es manipulable con suma facilidad.
También el mismo artículo 20 proclama el derecho fundamental a
“expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción” y
que al incluir ese componente de libertad ha predominado sobre el derecho fundamental a comunicar o recibir información veraz, hasta el punto que la doctrina jurisprudencial ha venido aceptando que
se pueda publicar información falsa en ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Doctrina que se hace difícil de digerir cuando la noticia falsa ha dañado la dignidad, el honor y la imagen de una persona que también son derechos fundamentales. Desde luego
los tribunales han venido diciendo que si la persona objeto de la falsedad es un político o un personaje público tiene que soportar los ataques como si estos colectivos estuviesen excluidos de estos derechos fundamentales y puedan ser pasto de noticias falsas o humillantes imperando el derecho de libertad de expresión y opinión por encima de los otros. Sólo quien lo sufre sabe el daño e impotencia que genera ante un sistema que es una apisonadora de la persona en dichas circunstancias.
Y esto ha venido siendo aprovechado los pseudo medios digitales creados y financiados por intereses políticos y, también, justo es reconocerlo, por algunos medios que se presentan como serios y a los que la reducción de ingresos publicitarios privados les hace virar editorialmente por senderos de alto riesgo para el sostén de su credibilidad.
La suma de todo ha contribuido a la degeneración de la política española de una forma impune y, por supuesto, deleznable, traspasando líneas rojas, provocando rechazo en muchos y, en otros, ira, odio y hasta violencia, fracturando considerablemente la sociedad, volviendo a esas dos Españas que la transición quiso unir y que hoy, más que nunca, se muestran una enfrente de la otra. Sería curioso saber en dónde se situarían los ciudadanos si todos contásemos con la información veraz absoluta y si el respeto a la dignidad, honor e imagen fuera de inexcusable cumplimiento, como de hecho hemos conseguido sensibilizar a la ciudadanía en proscribir cualquier tipo de actuación que vaya en contra de la libertad o de la igualdad o, incluso, actuaciones que no forman parte de atentados a los pilares democráticos como la de fumar. Estamos, de hecho, a un paso de considerar a los fumadores seres repudiables.
Hay tres profesiones en las que la mala praxis sólo en contadas excepciones tiene consecuencias y exigencia de responsabilidad. Y las tres son las que tienen un papel indispensable para la buena salud de la democracia. No se trata del corporativismo que impera en muchos colectivos profesionales que se movilizan para defender al colega que ha errado ante la denuncia de los ciudadanos perjudicados, como ocurre con los médicos, abogados, policías o pilotos. Se trata de algo peor, de la impunidad que preside
al trabajo de los políticos a quienes la sociedad no castiga que mientan para conseguir votos y hacerse con el poder, o
la que tienen los jueces, que de ellos depende que la justicia sea justa y en demasiados casos destrozan injustamente a personas sin que el hecho les acarree consecuencia profesional alguna. Finalmente, también
los periodistas y los que no siéndolo se dedican profesionalmente a la comunicación, muy pocas son las sentencias que condenan la desinformación y, de hacerlo, la sanción suele ser mínima.
Y aún más grave es cuando estas tres profesiones se unen para torcer la democracia, manipulando a conciencia la opinión pública y en unión remando a favor del mantenimiento del poder o del asalto al mismo.
La defensa del derecho fundamental de libertad de expresión o de opinión no tiene porqué relegar al mínimo plano el derecho fundamental a recibir información veraz. Una cosa es opinar libremente sobre una gestión política, sea del gobernante o de la oposición, y otra muy diferente es mentir sobre ella. Por esto los estados demócratas están obligados a protegernos de la desinformación y de los ataques públicos a la dignidad y al honor, igual que lo están para defender y proteger el resto de derechos fundamentales. A ello no cabe duda que se encamina Europa con los mecanismos necesarios para salvaguardar la libertad de expresión y opinión conjugándolo con la salvaguarda de la información veraz, como plasmaron los redactores de nuestra Carta Magna.
La diferencia ha de estar en la información contrastada, que tendría que ser una obligación imperativa para todo el que trabaja en la difusión de información y, sobre ella, que se opine con total libertad. La figura del
Compliance, a punto de ser de obligada existencia en las empresas como el mecanismo que vela porque se cumplan las normas, los derechos fundamentales y la anticorrupción, siendo los primeros responsables cuando la empresa incumple, podría obligarse en todas las empresas cuyo negocio sea la difusión de información, en este caso velando porque sea contrastada.
Y es preciso regular la contratación pública de publicidad, impidiendo la discriminación excluyendo a medios en beneficio de los que el gobernante prefiere financiar, algunos
pseudo medios e, incluso, simples páginas de
Facebook o webs.
A su vez, debería instaurarse
un proceso judicial especial y sumario que resuelva de forma inmediata las denuncias contra los bulos y
fakes que lesionan nuestro derecho fundamental a la información veraz o cuando provoca la lesión de nuestro derecho, también fundamental, a la dignidad y al honor, con una sanción judicial rápida y que verdaderamente sea disuasoria.
El procedimiento especial de protección de derechos fundamentales, preferente y sumario, no cubre esta necesidad ante la inmediatez de lo que se publica y el daño exponencial que provoca cada día que pasa manteniéndose la información. Tampoco los jueces de lo contencioso vienen siendo proclives a poner en valor el derecho fundamental a la información veraz, siendo lo fácil apelar a la libertad de expresión. Para rematar,
los políticos deberían poder ser denunciados por mentir y si resultan condenados, que sean inhabilitados para ejercer la política. Para ser depositarios de nuestra confianza, deberíamos ser tajantes e inflexibles ante quienes intenten manipularnos con sus falsedades con el único fin de conseguir nuestro voto. Finalmente, el tema redes sociales resulta más complicado por el anonimato, se minimizaría mucho la desinformación, los insultos y ataques personales si el registro exigiese DNI y las plataformas estuviesen obligadas a darlo a los jueces de inmediato ante una denuncia.
Falta la concienciación social del daño que estamos padeciendo y de la amenaza que supone para nuestra democracia, es más, aún abundan los ciudadanos que se creen todo lo que les llega, especialmente lo que sale del partido que están convencidos les gusta y todo lo que sea un ataque al contrario. Al igual que en estos 45 años se ha trabajado con ahínco en sensibilizar a la población en temas de mucho calado social y cultural, se hace preciso que se consiga la concienciación colectiva de la obligación de recibir información veraz, de la lucha contra el bulo y las
fakes news, de la importancia de contrastar y, por supuesto,
del respeto a quien libremente no tiene la misma opinión. Conseguirlo y huir y señalar a quienes no interesa que se consiga es un reto colectivo que urge y a todos beneficiaría. Distinto es concluir si como sociedad seríamos capaces de convivir todo el rato con la verdad, con toda la verdad y con nada más que la verdad.